Han pasado dos
millones de años, desde que vosotros, estúpidas sabandijas humanas
desaparecisteis de la faz de la tierra junto con la mayoría los
animales huesudos de vuestra calaña. Desde entonces el mundo
pertenece a los artrópodos. La era Cuaternaria, el triunfo de los
mamíferos, ha terminado. Ahora mandan las seis patas. Y como el sol
del medio día se alza cada mañana sobre la tierra, se alza un nuevo
gobierno. ¡Viva la era de las Cucarachas!
Me llamo Cuco
Ratón y no me gustáis en absoluto, no dejáis de ser poco más que
sacos de vísceras con el cuerpo enclenque y la cabeza demasiado
grande. Criaturas vertebradas, cuatro extremidades, se dice que hasta
teníais una lengua blanda, rugosa y rosa ¡Puaj, qué asco me dais!
Que poco debéis de haber sabido de la fina sutileza del
exoesqueleto, de ese brillo suave que producen las formas lisas y
curvadas perfectamente ovaladas, de la música dulce de tres pares de
pies jugueteando sobre el suelo y del poderío de dos buenas antenas.
Vosotros hubierais estado tan ciegos ante la delicada belleza de
Charo como una hembra de mantis religiosa ante el amor de su marido.
Charo y yo nos
conocemos prácticamente desde que salimos del huevo, y yo nunca he
podido evitar sus feromonas y allá donde ella arrastraba su adorable
negro y redondeado abdomen, allí me dirigía yo. A ella, a gran
pesar mío, le caíais algo mejor que a mí, aunque lo mejor sería
decir que le levantabais las pasiones que yo era incapaz de infundir
en su duro corazón. Por eso, cuando decidió estudiar paleontología
en la universidad, yo la seguí.
Nunca ha estado
demasiado claro si erais una civilización o no. Si erais tan
listos, decidme: ¿Por qué os habéis extinguido? Claro que esa no
era la opinión ni de Charo ni del extravagante, lánguido, solitario
y para nada atractivo, profesor Cuchard Carter. Él, al parecer,
había encontrado en un yacimiento lo que parecía un libro con
ilustraciones sobre vuestra vida. Si se llegaba a probar la veracidad
del hallazgo, significaría que la inteligencia también podría
haberse alojado en vuestra absurda cavidad craneal.
Como os podéis
imaginar el susodicho libro no había sobrevivido dos millones de
años sin que el tiempo le pasara factura. Según Cuchard Carter (que
estaba convencido de que erais, como poco, atlantes de una mítica,
perdida y preciosa Atlántida), antes, lo que ahora nos parecían
manchurrones negros, habían conformado letras que se unían en
frases que contaban historias. Porque… ¡Ay santísimo señor
Cuchicristo que pereciste aplastado bajo la roca y resucitaste al
tercer día! Ahora no era suficiente con dotar de conciencia a los
humanos, era necesario que supierais escribir. Como si vuestras
ridículas y escuchimizadas neuronas mielinizadas pudieran compararse
a las nuestras.
A pesar de todo,
tuve que tragarme mis creencias cuando pasó de los borrones y nos
mostró uno de los dibujos del libro. Ahí la tinta también se había
difuminado, sin embargo aún podía apreciarse lo que parecía una
cría humana enfundada en una caperuza roja. Fue pasando las páginas
y las pinturas persistían. Allí estaba una hembra rodeada de siete
minúsculos hombrecillos, allá un macho adornado con una pluma en la
cabeza trepando por la enredadera que formaba el pelo de una ejemplar
joven con una corona, aquí una mujer muy fea (hasta para ser humana)
siendo empujada dentro de un horno por un par de niños en una
habitación hecha de dulces. No es que esté dudando de vuestra
estupidez, pero si el libro lo habíais creado vosotros, había que
reconocer que al menos sabíais pintar.
La teoría de
Cuchard Carter pasaba por que todas las crías humanas llevaban
caperucitas rojas hasta llegar a una edad en la que la cambiaban por
coronas y plumas. También decía que las hembras se dejaban el
cabello largo (pelo, que cosa tan repulsiva) para utilizarlo luego a
modo de ascensores y escaleras. Y para explicar el misterioso dibujo
de los niños lanzando a la mujer al fuego, sostuvo que habíais
inventado algún fantástico método para escapar de la tortura de
las llamas, al igual que nosotros lo hacíamos con la radiación. En
mi humilde opinión, aquello tenía más pinta de cuentos y fábulas,
pero cerré mi boquita porque aquello hubiera sido admitir que
teníais imaginación.
Charo y las demás
artrópodas de mi clase no compartían conmigo la aversión hacia el
profesor Carter. En palabras de ellas, y cito textualmente “Es que
es tan simpático, tan elocuente, tan agradable…” o “Se ve tan
mono con la pajarita anudada bajo sus maxilares”. Lo peor era
cuando mi amiga me comentaba por lo bajini lo bien que le quedaban al
profesor aquellos feísimos anteojos grises de cristales de culo de
botella. ¡Como si a alguien le pudiera quedar bien aquella
mamarrachada humana!
Pese a todo,
cuando propuso a unas cuantas cucarachas de su club de fans formar
parte de una expedición al bosque de las Vértebras para investigar
mejor el lugar donde se había encontrado el libro, me sorprendí a
mí mismo en la lista de admitidos
Comprendedme,
cuando Charo me hablaba entusiasmada de vosotros, del libro que había
encontrado el profesor Carter, de la posibilidad de que nos
hallásemos ante un valle de los Reyes lleno de tumbas que darían al
traste todas las teorías de que erais unos seres irracionales, yo
asentía al oscilar de las finas y perfectas protuberancias de su
cabeza, realmente no atendía a que decía sí. Por lo que al
inscribirse ella, lo hizo por los dos. Ella me gustaba más de lo que
no me gustáis vosotros. Tampoco es que de otra manera hubiera podido
decir que no. ¡Dejar a la hermosa cucarachita de mis ensueños
veinte días bajo las alas de aquel profesor! ¡Ja! Si me diera a mí
una oportunidad ya veríais lo rápido que la hacía yo poner huevos.
Confesiones
aparte, he de reconocer que la mera idea de pasarme casi un mes
escuchando sin parar desvaríos y cantinelas varias sobre vosotros,
nauseabundos animales, no me traía en absoluto. Pero si Charo iba
con sus antenitas de ébano, yo no pensaba dejarla sola.
De modo que allí
me vi, en el bosque de las Vértebras que más que vergel era un
páramo, y lo que no tenía de verde, lo tenía de arena. Seguro que
ninguno de los locos que me acompañaban se había parado a pensar lo
malo que resulta aquel ambiente tan seco a nuestra piel de quitina.
Ellos solo pensaban en el descubrimiento del siglo y en cavar no con
palas sino con cepillitos de maxilares para no dañar las muestras,
así sí que íbamos a ir rápido.
Probablemente
debido a que yo era el que menos interés tenía en la excavación y
por tanto el menos cuidadoso levantando piedras, fui yo el que se
topó de bruces con aquella trampilla. Era de metal, con una argolla
oxidada y la superficie se plegaba en zigzag, y debajo abría sus
fauces una escalera. Charo que estaba a mi lado aplaudió
entusiasmada.
-¡Oh, Cuco, esto
es tan excitante! ¡Has encontrado una entrada secreta! ¡Santa
Isabelaracha! ¡Hay que avisar a Cuchard inmediatamente!
A mí lo único
que me excitaba eran aquellos pantaloncitos tan ajustados que dejaban
ver más de los que debieran sus cuatro patas traseras. En el fondo,
ella también estaba enamorada de mí, solo que no se daba cuenta.
Mientras Charo le
explicaba entusiasmada mi curioso hallazgo al profesor, este daba
palmaditas con sus patas delanteras soltando cada dos por tres un
“maravilloso, maravilloso” Si me dieran a elegir entre él y
vosotros, creedme cuando os digo que sería la única ocasión en que
os preferiría a vosotros.
Y como no podía
ser de otra manera, Cuchard Carter decidió que como premio por haber
encontrado la trampilla, Charo, yo y él seríamos quienes bajaríamos
por la abertura. Que conste que yo no quería, seguro que después de
dos millones de años aquello seguía oliendo a mamífero, pero dejar
a aquellos dos entrar en un rincón desconocido y sin luz, ¡antes
cucaracho muerto!
Charo entró la
primera con la linterna, le siguió Cuchard con una libreta y boli, y
detrás fui yo con la cámara. El resto de la expedición nos esperó
fuera.
Antes de terminar
la escalera me llegaron los gritos de júbilo del profesor y mi
amiga. Yo no pude evitar también gritar, pero el mío fue más bien
un chillido de pánico, porque allí junto a la pared un espécimen
de los vuestros, putrefacto, me miraba desde sus cuencas vacías de
cadáver.
-Esto es
maravilloso, maravilloso, ¿verdad, Cuco? ¡Venga, ponte a hacer
fotos!-me ordenó el profesor.
Mientras yo
fotografiaba la estancia y al fosilizado Homo sapiens, Cuchard
y Charo se entretuvieron examinando las estanterías de aquel espacio
subterráneo. En las baldas había cacharros varios y algún que otro
libro para el “maravilloso, maravilloso” del profesor.
-¡Cuco!-me llamó
Charo!-¡No te lo vas a creer! Tienen imágenes de nosotros, este
hombre debía de ser adivino. ¡Los humanos ya debían de saber que
después de ellos el mundo sería gobernado por la cucarachas!-dijo
sosteniendo contra mis ojos la portada de un libro en el que aparecía
un ejemplar de nuestra especie.
Cuchard daba
saltitos de alegría.
-Sí, esto no
solo demuestra que eran una civilización sino que también eran
profetas. ¡Oh, como hubiera deseado mantener una conversación con
solo uno de ellos! Yo creo que nos cuidaban y nos mimaban sabiendo lo
que algún día seríamos después. ¡Esto lo demuestra! ¡Escribían
libros e historias sobre nosotras!
-¡Y mirad lo que
he encontrado!-contestó Charo-¡Hasta hacías perfumes para
nosotras!-pronunció mientras pulsaba el botón de un espray con una
caricatura nuestra como eslogan.
Cuchard y Charo
salieron de la tumba detrás de mí. Yo no quería entretenerme más
allá dentro, el aroma del chisme olía fatal.
Vi desmayarse al
profesor Carter y a mi enamorada antes de que un súbito escalofrío
me dejara tendido en el suelo panza arriba sobre mi caparazón. Aún
así tuve tiempo de blasfemar contra vosotros y en sentirlo por Charo
y por mí, que ya nunca más podríamos ponernos a fabricar
cucarachitos.
A la mañana
siguiente, nuestras trágicas y misteriosas muertes aparecieron en
los titulares:
Cuchard
Carter y la maldición de la tumba del fumigador.
Habían sacado la
palabra fumigador de una de las fotos que rescataron de mi cámara.
Naturalmente, la comunidad de cucarachas no tenía ni idea de lo que
significaba para vosotros un fumigador. Posiblemente fuera alguien
importante, puesto que fue enterrado con un montón de libros sobre
el futuro, y su cadáver era salvaguardado por un mortífero
encantamiento.