domingo, 5 de octubre de 2014

La expedición de Cuchard Carter

Han pasado dos millones de años, desde que vosotros, estúpidas sabandijas humanas desaparecisteis de la faz de la tierra junto con la mayoría los animales huesudos de vuestra calaña. Desde entonces el mundo pertenece a los artrópodos. La era Cuaternaria, el triunfo de los mamíferos, ha terminado. Ahora mandan las seis patas. Y como el sol del medio día se alza cada mañana sobre la tierra, se alza un nuevo gobierno. ¡Viva la era de las Cucarachas!
Me llamo Cuco Ratón y no me gustáis en absoluto, no dejáis de ser poco más que sacos de vísceras con el cuerpo enclenque y la cabeza demasiado grande. Criaturas vertebradas, cuatro extremidades, se dice que hasta teníais una lengua blanda, rugosa y rosa ¡Puaj, qué asco me dais! Que poco debéis de haber sabido de la fina sutileza del exoesqueleto, de ese brillo suave que producen las formas lisas y curvadas perfectamente ovaladas, de la música dulce de tres pares de pies jugueteando sobre el suelo y del poderío de dos buenas antenas. Vosotros hubierais estado tan ciegos ante la delicada belleza de Charo como una hembra de mantis religiosa ante el amor de su marido.
Charo y yo nos conocemos prácticamente desde que salimos del huevo, y yo nunca he podido evitar sus feromonas y allá donde ella arrastraba su adorable negro y redondeado abdomen, allí me dirigía yo. A ella, a gran pesar mío, le caíais algo mejor que a mí, aunque lo mejor sería decir que le levantabais las pasiones que yo era incapaz de infundir en su duro corazón. Por eso, cuando decidió estudiar paleontología en la universidad, yo la seguí.
Nunca ha estado demasiado claro si erais una civilización o no. Si erais tan listos, decidme: ¿Por qué os habéis extinguido? Claro que esa no era la opinión ni de Charo ni del extravagante, lánguido, solitario y para nada atractivo, profesor Cuchard Carter. Él, al parecer, había encontrado en un yacimiento lo que parecía un libro con ilustraciones sobre vuestra vida. Si se llegaba a probar la veracidad del hallazgo, significaría que la inteligencia también podría haberse alojado en vuestra absurda cavidad craneal.
Como os podéis imaginar el susodicho libro no había sobrevivido dos millones de años sin que el tiempo le pasara factura. Según Cuchard Carter (que estaba convencido de que erais, como poco, atlantes de una mítica, perdida y preciosa Atlántida), antes, lo que ahora nos parecían manchurrones negros, habían conformado letras que se unían en frases que contaban historias. Porque… ¡Ay santísimo señor Cuchicristo que pereciste aplastado bajo la roca y resucitaste al tercer día! Ahora no era suficiente con dotar de conciencia a los humanos, era necesario que supierais escribir. Como si vuestras ridículas y escuchimizadas neuronas mielinizadas pudieran compararse a las nuestras.
A pesar de todo, tuve que tragarme mis creencias cuando pasó de los borrones y nos mostró uno de los dibujos del libro. Ahí la tinta también se había difuminado, sin embargo aún podía apreciarse lo que parecía una cría humana enfundada en una caperuza roja. Fue pasando las páginas y las pinturas persistían. Allí estaba una hembra rodeada de siete minúsculos hombrecillos, allá un macho adornado con una pluma en la cabeza trepando por la enredadera que formaba el pelo de una ejemplar joven con una corona, aquí una mujer muy fea (hasta para ser humana) siendo empujada dentro de un horno por un par de niños en una habitación hecha de dulces. No es que esté dudando de vuestra estupidez, pero si el libro lo habíais creado vosotros, había que reconocer que al menos sabíais pintar.
La teoría de Cuchard Carter pasaba por que todas las crías humanas llevaban caperucitas rojas hasta llegar a una edad en la que la cambiaban por coronas y plumas. También decía que las hembras se dejaban el cabello largo (pelo, que cosa tan repulsiva) para utilizarlo luego a modo de ascensores y escaleras. Y para explicar el misterioso dibujo de los niños lanzando a la mujer al fuego, sostuvo que habíais inventado algún fantástico método para escapar de la tortura de las llamas, al igual que nosotros lo hacíamos con la radiación. En mi humilde opinión, aquello tenía más pinta de cuentos y fábulas, pero cerré mi boquita porque aquello hubiera sido admitir que teníais imaginación.
Charo y las demás artrópodas de mi clase no compartían conmigo la aversión hacia el profesor Carter. En palabras de ellas, y cito textualmente “Es que es tan simpático, tan elocuente, tan agradable…” o “Se ve tan mono con la pajarita anudada bajo sus maxilares”. Lo peor era cuando mi amiga me comentaba por lo bajini lo bien que le quedaban al profesor aquellos feísimos anteojos grises de cristales de culo de botella. ¡Como si a alguien le pudiera quedar bien aquella mamarrachada humana!
Pese a todo, cuando propuso a unas cuantas cucarachas de su club de fans formar parte de una expedición al bosque de las Vértebras para investigar mejor el lugar donde se había encontrado el libro, me sorprendí a mí mismo en la lista de admitidos
Comprendedme, cuando Charo me hablaba entusiasmada de vosotros, del libro que había encontrado el profesor Carter, de la posibilidad de que nos hallásemos ante un valle de los Reyes lleno de tumbas que darían al traste todas las teorías de que erais unos seres irracionales, yo asentía al oscilar de las finas y perfectas protuberancias de su cabeza, realmente no atendía a que decía sí. Por lo que al inscribirse ella, lo hizo por los dos. Ella me gustaba más de lo que no me gustáis vosotros. Tampoco es que de otra manera hubiera podido decir que no. ¡Dejar a la hermosa cucarachita de mis ensueños veinte días bajo las alas de aquel profesor! ¡Ja! Si me diera a mí una oportunidad ya veríais lo rápido que la hacía yo poner huevos.
Confesiones aparte, he de reconocer que la mera idea de pasarme casi un mes escuchando sin parar desvaríos y cantinelas varias sobre vosotros, nauseabundos animales, no me traía en absoluto. Pero si Charo iba con sus antenitas de ébano, yo no pensaba dejarla sola.
De modo que allí me vi, en el bosque de las Vértebras que más que vergel era un páramo, y lo que no tenía de verde, lo tenía de arena. Seguro que ninguno de los locos que me acompañaban se había parado a pensar lo malo que resulta aquel ambiente tan seco a nuestra piel de quitina. Ellos solo pensaban en el descubrimiento del siglo y en cavar no con palas sino con cepillitos de maxilares para no dañar las muestras, así sí que íbamos a ir rápido.
Probablemente debido a que yo era el que menos interés tenía en la excavación y por tanto el menos cuidadoso levantando piedras, fui yo el que se topó de bruces con aquella trampilla. Era de metal, con una argolla oxidada y la superficie se plegaba en zigzag, y debajo abría sus fauces una escalera. Charo que estaba a mi lado aplaudió entusiasmada.
-¡Oh, Cuco, esto es tan excitante! ¡Has encontrado una entrada secreta! ¡Santa Isabelaracha! ¡Hay que avisar a Cuchard inmediatamente!
A mí lo único que me excitaba eran aquellos pantaloncitos tan ajustados que dejaban ver más de los que debieran sus cuatro patas traseras. En el fondo, ella también estaba enamorada de mí, solo que no se daba cuenta.
Mientras Charo le explicaba entusiasmada mi curioso hallazgo al profesor, este daba palmaditas con sus patas delanteras soltando cada dos por tres un “maravilloso, maravilloso” Si me dieran a elegir entre él y vosotros, creedme cuando os digo que sería la única ocasión en que os preferiría a vosotros.
Y como no podía ser de otra manera, Cuchard Carter decidió que como premio por haber encontrado la trampilla, Charo, yo y él seríamos quienes bajaríamos por la abertura. Que conste que yo no quería, seguro que después de dos millones de años aquello seguía oliendo a mamífero, pero dejar a aquellos dos entrar en un rincón desconocido y sin luz, ¡antes cucaracho muerto!
Charo entró la primera con la linterna, le siguió Cuchard con una libreta y boli, y detrás fui yo con la cámara. El resto de la expedición nos esperó fuera.
Antes de terminar la escalera me llegaron los gritos de júbilo del profesor y mi amiga. Yo no pude evitar también gritar, pero el mío fue más bien un chillido de pánico, porque allí junto a la pared un espécimen de los vuestros, putrefacto, me miraba desde sus cuencas vacías de cadáver.
-Esto es maravilloso, maravilloso, ¿verdad, Cuco? ¡Venga, ponte a hacer fotos!-me ordenó el profesor.
Mientras yo fotografiaba la estancia y al fosilizado Homo sapiens, Cuchard y Charo se entretuvieron examinando las estanterías de aquel espacio subterráneo. En las baldas había cacharros varios y algún que otro libro para el “maravilloso, maravilloso” del profesor.
-¡Cuco!-me llamó Charo!-¡No te lo vas a creer! Tienen imágenes de nosotros, este hombre debía de ser adivino. ¡Los humanos ya debían de saber que después de ellos el mundo sería gobernado por la cucarachas!-dijo sosteniendo contra mis ojos la portada de un libro en el que aparecía un ejemplar de nuestra especie.
Cuchard daba saltitos de alegría.
-Sí, esto no solo demuestra que eran una civilización sino que también eran profetas. ¡Oh, como hubiera deseado mantener una conversación con solo uno de ellos! Yo creo que nos cuidaban y nos mimaban sabiendo lo que algún día seríamos después. ¡Esto lo demuestra! ¡Escribían libros e historias sobre nosotras!
-¡Y mirad lo que he encontrado!-contestó Charo-¡Hasta hacías perfumes para nosotras!-pronunció mientras pulsaba el botón de un espray con una caricatura nuestra como eslogan.
Cuchard y Charo salieron de la tumba detrás de mí. Yo no quería entretenerme más allá dentro, el aroma del chisme olía fatal.
Vi desmayarse al profesor Carter y a mi enamorada antes de que un súbito escalofrío me dejara tendido en el suelo panza arriba sobre mi caparazón. Aún así tuve tiempo de blasfemar contra vosotros y en sentirlo por Charo y por mí, que ya nunca más podríamos ponernos a fabricar cucarachitos.

A la mañana siguiente, nuestras trágicas y misteriosas muertes aparecieron en los titulares:
Cuchard Carter y la maldición de la tumba del fumigador.

Habían sacado la palabra fumigador de una de las fotos que rescataron de mi cámara. Naturalmente, la comunidad de cucarachas no tenía ni idea de lo que significaba para vosotros un fumigador. Posiblemente fuera alguien importante, puesto que fue enterrado con un montón de libros sobre el futuro, y su cadáver era salvaguardado por un mortífero encantamiento.

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