martes, 16 de diciembre de 2014

Me iré


Todas las grandes aventuras comienzan con un portazo y un paso al vacío. Quien juega al tenis con las decisiones corre el riesgo de desgastar la pelota. Quien piensa poco, se hunde, pero quien piensa demasiado, no termina de embarcar nunca. 

Hoy te escribo desde lejos, sabiendo que el verbo volver se encarama despacio sobre mi espalda. Llegué con una idea preconcebida y he empezado a parirlas yo misma. Llegué con lo que tenía en la maleta y tuve que tirar la mitad porque no eran más que piedras. Llegué con un retrato en el bolsillo, una imagen de mí misma, de cómo quería ser. El destino me tomó de la mano y me vendó los ojos, resbalé, tropecé, caí, respiré; y cuando el lazo se deshizo, el retrato no era un dibujo, sino un espejo.

Me voy porque el libro continúa aunque el capítulo se acabe. Me voy y mancharé las páginas con lágrimas. Me he dejado tantas veces el corazón aquí que solo ha podido hacerse más grande. Me iré pero me quedo en los pedazos enterrados. El árbol no es de la tierra que le sostiene, sino del cielo que abarca con sus brazos.

domingo, 9 de noviembre de 2014

La golondrina

Pluma azul en mi ventana
Pluma azul deshilachada
que te dejaste, golondrina
cuando paseabas por mi casa


Golondrina, compañera,
¿cuánto hace que te escapas?
¿cuánto hace que orgullosa
tienes pupilas de escarcha?


En la fragua de mis ojos
se bordan espadas de plata
Tú que te marchas y te entregas
como ola en arrebatos
No puedes culpar al que empuña
y entonces solo queda la daga


A mí me buscaste en la noche
A mí recurriste en la niebla
A mí me encaraste al destino
cuando no pudiste darle la vuelta
Pobre farolillo encendido
al que decidiste soplarle la vela


Es un cepo y un anzuelo
la promesa de la pluma
Telaraña oxidada
Araña vieja y hambrienta


El olvido tiene al tiempo
pero el recuerdo es un abrigo
que en los días de nostalgia
quiere volar contigo

domingo, 5 de octubre de 2014

La expedición de Cuchard Carter

Han pasado dos millones de años, desde que vosotros, estúpidas sabandijas humanas desaparecisteis de la faz de la tierra junto con la mayoría los animales huesudos de vuestra calaña. Desde entonces el mundo pertenece a los artrópodos. La era Cuaternaria, el triunfo de los mamíferos, ha terminado. Ahora mandan las seis patas. Y como el sol del medio día se alza cada mañana sobre la tierra, se alza un nuevo gobierno. ¡Viva la era de las Cucarachas!
Me llamo Cuco Ratón y no me gustáis en absoluto, no dejáis de ser poco más que sacos de vísceras con el cuerpo enclenque y la cabeza demasiado grande. Criaturas vertebradas, cuatro extremidades, se dice que hasta teníais una lengua blanda, rugosa y rosa ¡Puaj, qué asco me dais! Que poco debéis de haber sabido de la fina sutileza del exoesqueleto, de ese brillo suave que producen las formas lisas y curvadas perfectamente ovaladas, de la música dulce de tres pares de pies jugueteando sobre el suelo y del poderío de dos buenas antenas. Vosotros hubierais estado tan ciegos ante la delicada belleza de Charo como una hembra de mantis religiosa ante el amor de su marido.
Charo y yo nos conocemos prácticamente desde que salimos del huevo, y yo nunca he podido evitar sus feromonas y allá donde ella arrastraba su adorable negro y redondeado abdomen, allí me dirigía yo. A ella, a gran pesar mío, le caíais algo mejor que a mí, aunque lo mejor sería decir que le levantabais las pasiones que yo era incapaz de infundir en su duro corazón. Por eso, cuando decidió estudiar paleontología en la universidad, yo la seguí.
Nunca ha estado demasiado claro si erais una civilización o no. Si erais tan listos, decidme: ¿Por qué os habéis extinguido? Claro que esa no era la opinión ni de Charo ni del extravagante, lánguido, solitario y para nada atractivo, profesor Cuchard Carter. Él, al parecer, había encontrado en un yacimiento lo que parecía un libro con ilustraciones sobre vuestra vida. Si se llegaba a probar la veracidad del hallazgo, significaría que la inteligencia también podría haberse alojado en vuestra absurda cavidad craneal.
Como os podéis imaginar el susodicho libro no había sobrevivido dos millones de años sin que el tiempo le pasara factura. Según Cuchard Carter (que estaba convencido de que erais, como poco, atlantes de una mítica, perdida y preciosa Atlántida), antes, lo que ahora nos parecían manchurrones negros, habían conformado letras que se unían en frases que contaban historias. Porque… ¡Ay santísimo señor Cuchicristo que pereciste aplastado bajo la roca y resucitaste al tercer día! Ahora no era suficiente con dotar de conciencia a los humanos, era necesario que supierais escribir. Como si vuestras ridículas y escuchimizadas neuronas mielinizadas pudieran compararse a las nuestras.
A pesar de todo, tuve que tragarme mis creencias cuando pasó de los borrones y nos mostró uno de los dibujos del libro. Ahí la tinta también se había difuminado, sin embargo aún podía apreciarse lo que parecía una cría humana enfundada en una caperuza roja. Fue pasando las páginas y las pinturas persistían. Allí estaba una hembra rodeada de siete minúsculos hombrecillos, allá un macho adornado con una pluma en la cabeza trepando por la enredadera que formaba el pelo de una ejemplar joven con una corona, aquí una mujer muy fea (hasta para ser humana) siendo empujada dentro de un horno por un par de niños en una habitación hecha de dulces. No es que esté dudando de vuestra estupidez, pero si el libro lo habíais creado vosotros, había que reconocer que al menos sabíais pintar.
La teoría de Cuchard Carter pasaba por que todas las crías humanas llevaban caperucitas rojas hasta llegar a una edad en la que la cambiaban por coronas y plumas. También decía que las hembras se dejaban el cabello largo (pelo, que cosa tan repulsiva) para utilizarlo luego a modo de ascensores y escaleras. Y para explicar el misterioso dibujo de los niños lanzando a la mujer al fuego, sostuvo que habíais inventado algún fantástico método para escapar de la tortura de las llamas, al igual que nosotros lo hacíamos con la radiación. En mi humilde opinión, aquello tenía más pinta de cuentos y fábulas, pero cerré mi boquita porque aquello hubiera sido admitir que teníais imaginación.
Charo y las demás artrópodas de mi clase no compartían conmigo la aversión hacia el profesor Carter. En palabras de ellas, y cito textualmente “Es que es tan simpático, tan elocuente, tan agradable…” o “Se ve tan mono con la pajarita anudada bajo sus maxilares”. Lo peor era cuando mi amiga me comentaba por lo bajini lo bien que le quedaban al profesor aquellos feísimos anteojos grises de cristales de culo de botella. ¡Como si a alguien le pudiera quedar bien aquella mamarrachada humana!
Pese a todo, cuando propuso a unas cuantas cucarachas de su club de fans formar parte de una expedición al bosque de las Vértebras para investigar mejor el lugar donde se había encontrado el libro, me sorprendí a mí mismo en la lista de admitidos
Comprendedme, cuando Charo me hablaba entusiasmada de vosotros, del libro que había encontrado el profesor Carter, de la posibilidad de que nos hallásemos ante un valle de los Reyes lleno de tumbas que darían al traste todas las teorías de que erais unos seres irracionales, yo asentía al oscilar de las finas y perfectas protuberancias de su cabeza, realmente no atendía a que decía sí. Por lo que al inscribirse ella, lo hizo por los dos. Ella me gustaba más de lo que no me gustáis vosotros. Tampoco es que de otra manera hubiera podido decir que no. ¡Dejar a la hermosa cucarachita de mis ensueños veinte días bajo las alas de aquel profesor! ¡Ja! Si me diera a mí una oportunidad ya veríais lo rápido que la hacía yo poner huevos.
Confesiones aparte, he de reconocer que la mera idea de pasarme casi un mes escuchando sin parar desvaríos y cantinelas varias sobre vosotros, nauseabundos animales, no me traía en absoluto. Pero si Charo iba con sus antenitas de ébano, yo no pensaba dejarla sola.
De modo que allí me vi, en el bosque de las Vértebras que más que vergel era un páramo, y lo que no tenía de verde, lo tenía de arena. Seguro que ninguno de los locos que me acompañaban se había parado a pensar lo malo que resulta aquel ambiente tan seco a nuestra piel de quitina. Ellos solo pensaban en el descubrimiento del siglo y en cavar no con palas sino con cepillitos de maxilares para no dañar las muestras, así sí que íbamos a ir rápido.
Probablemente debido a que yo era el que menos interés tenía en la excavación y por tanto el menos cuidadoso levantando piedras, fui yo el que se topó de bruces con aquella trampilla. Era de metal, con una argolla oxidada y la superficie se plegaba en zigzag, y debajo abría sus fauces una escalera. Charo que estaba a mi lado aplaudió entusiasmada.
-¡Oh, Cuco, esto es tan excitante! ¡Has encontrado una entrada secreta! ¡Santa Isabelaracha! ¡Hay que avisar a Cuchard inmediatamente!
A mí lo único que me excitaba eran aquellos pantaloncitos tan ajustados que dejaban ver más de los que debieran sus cuatro patas traseras. En el fondo, ella también estaba enamorada de mí, solo que no se daba cuenta.
Mientras Charo le explicaba entusiasmada mi curioso hallazgo al profesor, este daba palmaditas con sus patas delanteras soltando cada dos por tres un “maravilloso, maravilloso” Si me dieran a elegir entre él y vosotros, creedme cuando os digo que sería la única ocasión en que os preferiría a vosotros.
Y como no podía ser de otra manera, Cuchard Carter decidió que como premio por haber encontrado la trampilla, Charo, yo y él seríamos quienes bajaríamos por la abertura. Que conste que yo no quería, seguro que después de dos millones de años aquello seguía oliendo a mamífero, pero dejar a aquellos dos entrar en un rincón desconocido y sin luz, ¡antes cucaracho muerto!
Charo entró la primera con la linterna, le siguió Cuchard con una libreta y boli, y detrás fui yo con la cámara. El resto de la expedición nos esperó fuera.
Antes de terminar la escalera me llegaron los gritos de júbilo del profesor y mi amiga. Yo no pude evitar también gritar, pero el mío fue más bien un chillido de pánico, porque allí junto a la pared un espécimen de los vuestros, putrefacto, me miraba desde sus cuencas vacías de cadáver.
-Esto es maravilloso, maravilloso, ¿verdad, Cuco? ¡Venga, ponte a hacer fotos!-me ordenó el profesor.
Mientras yo fotografiaba la estancia y al fosilizado Homo sapiens, Cuchard y Charo se entretuvieron examinando las estanterías de aquel espacio subterráneo. En las baldas había cacharros varios y algún que otro libro para el “maravilloso, maravilloso” del profesor.
-¡Cuco!-me llamó Charo!-¡No te lo vas a creer! Tienen imágenes de nosotros, este hombre debía de ser adivino. ¡Los humanos ya debían de saber que después de ellos el mundo sería gobernado por la cucarachas!-dijo sosteniendo contra mis ojos la portada de un libro en el que aparecía un ejemplar de nuestra especie.
Cuchard daba saltitos de alegría.
-Sí, esto no solo demuestra que eran una civilización sino que también eran profetas. ¡Oh, como hubiera deseado mantener una conversación con solo uno de ellos! Yo creo que nos cuidaban y nos mimaban sabiendo lo que algún día seríamos después. ¡Esto lo demuestra! ¡Escribían libros e historias sobre nosotras!
-¡Y mirad lo que he encontrado!-contestó Charo-¡Hasta hacías perfumes para nosotras!-pronunció mientras pulsaba el botón de un espray con una caricatura nuestra como eslogan.
Cuchard y Charo salieron de la tumba detrás de mí. Yo no quería entretenerme más allá dentro, el aroma del chisme olía fatal.
Vi desmayarse al profesor Carter y a mi enamorada antes de que un súbito escalofrío me dejara tendido en el suelo panza arriba sobre mi caparazón. Aún así tuve tiempo de blasfemar contra vosotros y en sentirlo por Charo y por mí, que ya nunca más podríamos ponernos a fabricar cucarachitos.

A la mañana siguiente, nuestras trágicas y misteriosas muertes aparecieron en los titulares:
Cuchard Carter y la maldición de la tumba del fumigador.

Habían sacado la palabra fumigador de una de las fotos que rescataron de mi cámara. Naturalmente, la comunidad de cucarachas no tenía ni idea de lo que significaba para vosotros un fumigador. Posiblemente fuera alguien importante, puesto que fue enterrado con un montón de libros sobre el futuro, y su cadáver era salvaguardado por un mortífero encantamiento.

domingo, 4 de mayo de 2014

La biblioteca

Hay épocas en las que es hora de cambiar de aires y mudarse de casa a la biblioteca.

Da igual que hayas llevado bien las asignaturas, de nada te servirá haber estudiado todos los días si no hincas bien los codos justo antes del examen final. Ya no se trata de entender los conceptos, si no de ser capaz de presentárselos al profesor tal y cómo él quiere. Saber no vale, más importante es demostrarlo.

Tú liberarás solo tus propias batallas, pero en la biblioteca al menos te sientes acompañado. Si estás sentado en la silla, las narices en los apuntes. Y si te levantas, alguien habrá dispuesto a enredar contigo. Es un buen sitio para hacer amigos

Y yo que me solía perder entre las estanterías e inundarme del olor a libro, a antiguo. Yo que saboreaba con mis manos los bordes desgastados y las esquinas pulidas de las historias y poemas de ayer, de hoy, de siempre. A mí que me gustaba sonreír cuando veía una novela fuera de su sitio, porque significaba que alguien los había tocado, que alguien más los había cogido.

Alguien se había parado a hablar con los muertos, tal vez solo un par de versos para dar sentido a lo que aprendió en literatura, tal vez solo le llamó la atención el título.


A lo mejor alguien lo ha descolocado a propósito bajo la promesa de irlo a buscar cuando la pila de papeles que le esperan sobre la mesa mengüe en tres o cuatro notas.

domingo, 6 de abril de 2014

Historia de una mesa

El restaurante comienza a llenarse. Huele a legía, acaban de terminar de fregar.

Una pareja se pelea por quién lleva la comida a la mesa. Al final gana ella y mientras avanza triunfante, se resbala y él tiene que sujetarla para que no acabe en el suelo. Ella frunce el ceño, no quiere ayuda. Él le dice que es una pena, que si no le necesita se irá. Ella ríe y le obliga a sentarse mientras pone la bandeja sobre la mesa.

Yo no soy aquella chica, ni conozco al joven que la mira embobado, no sé quiénes son, ni si están enamorados, si son familia. Tampoco voy a acercarme y  averiguarlo. Yo no estoy en esa mesa, pero una vez estuve.

Han pasado cinco años, la mesa aún sigue allí y si mis ojos la miran, mis labios se estiran. Quien dispusiera del catálogo de todas aquellas sonrisas podría desentrañar una historia.

La primera fue una sorpresa, una carcajada entró por la puerta y nunca terminó de marcharse. Fue amplia, fue sincera. Fue una tontería, un feliz contratiempo.

Las siguientes jugaron con la ilusión y la esperanza. Estaban llenas de luz, brillaban en una habitación apagada. Se apagaron, bajaron las persianas, quisieron desaparecer. Las mejillas estaban tristes porque querían sonreír, pero al orgullo lo gobernaba el desengaño. Mas cuando la mirada se topaba con el mueble, no había manera de mantener recta la línea de la boca.

Las sonrisas se acidificaron y en el momento en el que ya no pudieron bajar más de pH, se dedicaron a subir. Dejé de arrepentirme, dejé que se oxidara. El olvido no arrasó con mi memoria, pero sí ordenó un par de trastos viejos. Y pese a todo, la mesa nunca volvió a ser una mesa cualquiera

Hoy no guardo mi corazón en ese mueble, pero no puedo evitar sonreír. Es una sonrisa simpática, traviesa, porque ve todo lo que ha tenido que pasar para ser como soy aquí y ahora.

La pareja sigue conversando alegremente en aquella mesa. Dos pupilas desde la calle se han parado a observarlos con ternura. Él tampoco les conoce, a él también le importa solo la mesa. Me descubre un par de metros al lado y se muerde los labios al reconocerme.

Maldita mesa y malditos los que alguna vez sonrieron en ella.

sábado, 29 de marzo de 2014

Tres o cuatro palabras en la cartera

Tú que ya no crees en cuentos y yo que salto de las páginas de uno para meterme en otro. Para ti que el amor es secundario y para mí que es lo único que cuenta. Tú, que venderías un beso por el precio de otro, y yo que solo beso ladrones que me han robado algo del pecho. Tú que dices que te importo, y yo que creo que eso es lo único que tendría que ser importante.
Mi alma escribe en mi rostro con buena caligrafía. Tú, que tan bien sabes escrutarme con la mirada, me pregunto cuán fácil te es ver a través de mis ojos todas esas cosas que no valoras, que se te escapan de las manos y se cubren de barro, por las que yo soy capaz de dar media vuelta, arrodillarme en el polvo y ensuciarme los dedos al recogerlas del suelo.
Un día despertaré y no serás más tres o cuatro palabras en mi cartera. Otro bandido aparecerá en mi vida. Y será suya mi risa. Y será él quien me arranque las lágrimas y no tú el que desangre los versos que nunca llegarán a ver la luz del día.
Yo era una alta torre, orgullosa y soberbia. Me creía inalcanzable, erguida hasta el cielo. Y el tiempo echó raíces, y como a todas, me hizo caer. Y pobre alta torre que no sienta socavar sus cimientos, pues tanto duela el golpe, tanto habrás estado cerca del cielo.
Arrepentirse sería malgastar recuerdos.

Tú que no has querido ser como yo, y yo que tampoco he querido ser como tú. 

viernes, 14 de marzo de 2014

El amor y la guerra

A mi abuela, que me contó la historia

Esta es una historia que podía comenzar con un “había una vez”.
Había una vez en un pueblo perdido en la frontera, un muchacho llamado Casimiro. Casimiro era hijo de una familia pobre y como tenía varios hermanos, puede decirse que su patrimonio era más bien nulo. No tenía tierras, ni dinero y para colmo de males, en aquella época España decidió embarcarse en una guerra en África en la que tenía más que perder que ganar. Y sin perras con las que poder pagarle una bula al destino, arrastró al pobre Casimiro consigo.
La vida en África distaba mucho de los valores de orgullo, honor y coraje que vendían en los panfletos del ejército. La vida de un caballo valía más que la de un hombre y conoció a un noble marroquí que pese a poseer ya doce esposas decidió casarse otra vez, y para hacer la gracia, la esposa número trece tenía que tener trece años. Un día, Casimiro recibió un paquete de galletas que, tras el largo viaje desde Castilla, se habían llenado de gusanos. Él y su cuadrilla de amigos las tiraron al estiércol. Poco tiempo después el hambre hizo que volvieran a buscarlas
En aquel lugar inhóspito el joven soldado se enamoró de una bonita muchacha de ojos rasgados. Al principio ella le desdeñaba por no ser poco más que un pobre hombre. Luego él le prometió el oro y el moro. Le contó que tenía una mansión y cien criados a su servicio, veinte caballos blancos y un amplio jardín de flores de todas las partes del mundo. Sólo le faltaba una en él, ella. Así, poco a poco la joven se fue ablandando ante los sueños de una vida mejor. Dejó de fijarse en su chaqueta vieja y en sus botas raídas. Y finalmente, se entregó a él.
Cuando la guerra acabó, ella abandonó a su tierra y a los suyos por él. Dejaron los horrores del Marruecos atrás y desembarcaron juntos en Cádiz. Allí nadie los esperaba. Ella no pudo evitar sentirse algo decepcionada, pues imaginaba que una carroza a los pies del puerto los iría a recoger y los llevaría entre algodones al hogar de su amado. En lugar de eso, su medio de transporte fue una mulita tuerta y gris.
Al parecer, durante el camino, ella no dejaba de preguntar acerca de su futura vida juntos. Al llegar a la entrada del pueblo, Casimiro detuvo el animal un momento.
-Cierra los ojos, ¿qué ves?
La joven, abrazada a la cintura del jinete, así lo hico.
-Nada-respondió aún sonriente.
El soldado se volvió hacia ella con dulzura.
-Pues eso es lo que tengo.
Se debió escuchar después un estallido de cristales. Eran las ilusiones de la mujer derrumbándose todas juntas sobre el suelo. Cuentan que nunca pudo recuperarse y que no duró mucho tiempo más en este mundo. Casimiro se volvió a casar y si bien no llegó a ser nunca un magnate, sí que llegó a conseguir un puñado de tierras en su pueblo.

martes, 4 de marzo de 2014

Cuenca

Juegando a ser Olimpo con el musgo a sus espaldas
Estrechada por el Júcar y abrazada por el Huécar
Cristales rotos, grietas y un dragón de piedra
Cuenca escala al cielo sobre tierra cortada a tajadas.

sábado, 15 de febrero de 2014

Chocolate y café

La ciudad despertaba en aquella esquina.
El café lo esperaba en la barra antes de que llegara a pronunciar palabra. La cafetera se había puesto en marcha desde que el camarero le había visto atravesar la entrada y dejar el paraguas mojado en la papelera. El “buenos días” sonaría más entusiasta cuando la cafeína hubiera hecho su efecto.
El dulce sabor de la rutina cayendo gota a gota sobre las primeras horas de la mañana. Una mujer se sienta a su lado y pide un chocolate con churros. No se molesta en saludar. En su lugar, bosteza y  esboza una sonrisa adormilada. Las mismas preguntas de siempre: ¿Los niños? Bien ¿La mujer? también. ¿El trabajo? Una mala época, pero vamos tirando.
Él podría dibujar palmo a palmo el mapa de la vida de su acompañante. Curioso encontrarse todos los días con alguien  y aprender siempre un dato nuevo.
Todos, salvo su nombre, no porque ella no quisiera decírselo, sino porque la conocía tan bien, que le daba vergüenza admitir que todavía era un misterio para él.

Mi lista de blogs