A mi abuela, que me contó la historia
Esta es una historia que
podía comenzar con un “había una vez”.
Había una vez en un
pueblo perdido en la frontera, un muchacho llamado Casimiro. Casimiro era hijo
de una familia pobre y como tenía varios hermanos, puede decirse que su patrimonio
era más bien nulo. No tenía tierras, ni dinero y para colmo de males, en
aquella época España decidió embarcarse en una guerra en África en la que tenía
más que perder que ganar. Y sin perras con las que poder pagarle una bula al
destino, arrastró al pobre Casimiro consigo.
La vida en África distaba
mucho de los valores de orgullo, honor y coraje que vendían en los panfletos
del ejército. La vida de un caballo valía más que la de un hombre y conoció a
un noble marroquí que pese a poseer ya doce esposas decidió casarse otra vez, y
para hacer la gracia, la esposa número trece tenía que tener trece años. Un
día, Casimiro recibió un paquete de galletas que, tras el largo viaje desde
Castilla, se habían llenado de gusanos. Él y su cuadrilla de amigos las tiraron
al estiércol. Poco tiempo después el hambre hizo que volvieran a buscarlas
En aquel lugar inhóspito
el joven soldado se enamoró de una bonita muchacha de ojos rasgados. Al
principio ella le desdeñaba por no ser poco más que un pobre hombre. Luego él
le prometió el oro y el moro. Le contó que tenía una mansión y cien criados a
su servicio, veinte caballos blancos y un amplio jardín de flores de todas las
partes del mundo. Sólo le faltaba una en él, ella. Así, poco a poco la joven se
fue ablandando ante los sueños de una vida mejor. Dejó de fijarse en su
chaqueta vieja y en sus botas raídas. Y finalmente, se entregó a él.
Cuando la guerra acabó,
ella abandonó a su tierra y a los suyos por él. Dejaron los horrores del
Marruecos atrás y desembarcaron juntos en Cádiz. Allí nadie los esperaba. Ella
no pudo evitar sentirse algo decepcionada, pues imaginaba que una carroza a los
pies del puerto los iría a recoger y los llevaría entre algodones al hogar de
su amado. En lugar de eso, su medio de transporte fue una mulita tuerta y gris.
Al parecer, durante el
camino, ella no dejaba de preguntar acerca de su futura vida juntos. Al llegar
a la entrada del pueblo, Casimiro detuvo el animal un momento.
-Cierra los ojos, ¿qué
ves?
La joven, abrazada a la
cintura del jinete, así lo hico.
-Nada-respondió aún
sonriente.
El soldado se volvió
hacia ella con dulzura.
-Pues eso es lo que
tengo.
Se debió escuchar después
un estallido de cristales. Eran las ilusiones de la mujer derrumbándose todas
juntas sobre el suelo. Cuentan que nunca pudo recuperarse y que no duró mucho
tiempo más en este mundo. Casimiro se volvió a casar y si bien no llegó a ser
nunca un magnate, sí que llegó a conseguir un puñado de tierras en su pueblo.
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