Miles de estrellas habían bajado para
graparse en su pelo y en su rostro pálido se reflejaba la luz. No era una ninfa, ni poseía la belleza de una diosa griega. Simplemente llovía. Su cabello estaba empapado, y la lluvia había acabado por mojar su cara.
Podría haber abierto el paraguas, pero no lo hizo. Le gustaba sentir el incesante golpeteo del agua contra su piel y dejar volar su imaginación hasta lugares a los que ella no podía llegar, porque bajo la lluvia nunca sabía en lo que pensaba pero se sabía pensadora y aquel misterio le fascinaba.
En esto estaba cuando alzó la cabeza para descubrir bajo qué nube se había escondido el sol. Una gota chocó contra sus labios. Sus ojos brillaron un momento y luego los cerró, y para entonces otras tantas se atrevieron a rozarlos. Se detuvo,
volvió a mirar hacia arriba y volvió a bajar. Se palpó los labios y los probó. El agua era dulce.
De repente, una pregunta, una idea, una ilusión , una imagen, un fantasma que nunca se le había presentado por su nombre. El cielo seguía llorando, la calle estaba vacía y la curiosidad tomó la palabra. Nunca se lo había planteado, pero
¿cuál sería el sabor de un beso?
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