Se citaban una vez al año en Paris. El mismo día, a la misma
hora, en un puente sobre el Sena. Él no sabía su nombre, ella tampoco el suyo. Una
tarde de sueños, de ilusiones y un beso en los labios como despedida. Diez años habían pasado desde la primera vez
que se miraron.
Llovía mientras ella esperaba. Había dejado el paraguas sobre el suelo mientras apoyaba sus brazos y la barbilla en la baranda de piedra . Veía las lágrimas del cielo empotrarse contra el techo del río. Los minutos pasaban, nadie aparecía, y su ropa estaba cada vez más empapada. Permaneció quieta hasta que el agua de sus mejillas se confundió con la corriente del río. Cuarenta y cinco minutos después abandonó el puente maldiciendo a las historias de amor y a la poesía.
Él llegó una hora después con un ramo de rosas y una declaración de amor en el bolsillo. Había decidido que quería verla todos los días de su vida.
Quiso llegar a las seis pero llegó a las siete. Era el
último domingo de marzo, habían cambiado la hora y él no se había dado cuenta.
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