De acuerdo, párrafo, tú y yo tenemos un problema.
Si quieres guerra, la tendrás, estúpido amasijo de letras.
Porque, querido amigo, no puedes mirar por encima del hombro a quien sangra tinta por mimarte un poco. No es justo que vengas como divinidad auxiliadora a que te lave los pies, porque, aquí si algo llegas a ser, serás rey y encima francés. Y mal que te pese, si ciñes corona, yo seré tu Robespierre.
Para colmo de los colmos, empiezas mirándome con cara de pena y me suplicas que te llene de maestría y liderazgo. Abusando de falsa palabrería, como buen político que se precie, consigues que me tome un tiempo y me decida a acceder.
Muy contento te apoderas de mi cabeza, y es entonces cuando te pones pesado. Primero estas lleno de ideas, de ilusiones, me aseguras que serás bello y apasionado (¡burdo charlatán!). Después comienzas a desvariar frases hermosas en mi mente. Llenas con palabras el eterno vacío que esconde mi alma. Me gustan y comienzo a plasmarlas en papel. El problema es que miras a la pobre hoja (que no te ha hecho nada) con un odio infinito e inexplicable, exigiendo oraciones nuevas y frescas, tan originales y perfectas como te crees que eres tú.
¡Párrafo engreído!
¿Cómo puedes ser tan vanidoso? ¡Por tu culpa soy capaz de abandonar la historia que absorbe mi calma!
¿Qué es eso de que si no eres la octava maravilla no me dejas escribirte?
Acuérdate de esto, Luis XVI, ya se sublevó el pueblo una vez, y no querrás pasar por ello una vez.
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Esto es lo que se llama una paranoia.
Puede que no sea muy buena, pero… ¿Y lo divertido que es escribirla?