El restaurante comienza a llenarse. Huele a legía, acaban de
terminar de fregar.
Una pareja se pelea por quién lleva la comida a la mesa. Al
final gana ella y mientras avanza triunfante, se resbala y él tiene que sujetarla
para que no acabe en el suelo. Ella frunce el ceño, no quiere ayuda. Él le dice
que es una pena, que si no le necesita se irá. Ella ríe y le obliga a sentarse
mientras pone la bandeja sobre la mesa.
Yo no soy aquella chica, ni conozco al joven que la mira
embobado, no sé quiénes son, ni si están enamorados, si son familia. Tampoco
voy a acercarme y averiguarlo. Yo no estoy en esa mesa, pero una vez estuve.
Han pasado cinco años, la mesa aún sigue allí y si mis ojos
la miran, mis labios se estiran. Quien dispusiera del catálogo de todas aquellas
sonrisas podría desentrañar una historia.
La primera fue una sorpresa, una carcajada entró por la
puerta y nunca terminó de marcharse. Fue amplia, fue sincera. Fue una tontería,
un feliz contratiempo.
Las siguientes jugaron con la ilusión y la esperanza.
Estaban llenas de luz, brillaban en una habitación apagada. Se apagaron,
bajaron las persianas, quisieron desaparecer. Las mejillas estaban tristes
porque querían sonreír, pero al orgullo lo gobernaba el desengaño. Mas cuando
la mirada se topaba con el mueble, no había manera de mantener recta la línea
de la boca.
Las sonrisas se acidificaron y en el momento en el que ya no
pudieron bajar más de pH, se dedicaron a subir. Dejé de arrepentirme, dejé que
se oxidara. El olvido no arrasó con mi memoria, pero sí ordenó un par de
trastos viejos. Y pese a todo, la mesa nunca volvió a ser una mesa cualquiera
Hoy no guardo mi corazón en ese mueble, pero no puedo evitar
sonreír. Es una sonrisa simpática, traviesa, porque ve todo lo que ha tenido
que pasar para ser como soy aquí y ahora.
La pareja sigue conversando alegremente en aquella mesa. Dos
pupilas desde la calle se han parado a observarlos con ternura. Él tampoco les
conoce, a él también le importa solo la mesa. Me descubre un par de metros al
lado y se muerde los labios al reconocerme.
Maldita mesa y malditos los que alguna vez sonrieron en ella.