Al final del todo estaba la línea. Había más rayas pintadas
en el suelo, pero era la última la que importaba.
Una vez cruzada, no había vuelta atrás.
Era un lugar fronterizo, inhóspito, vacío. Nada se atrevía a
estar a más de diez centímetros. Si no hubiera estado marcada, también se
hubiera sabido que estaba allí. En su lado, un rosal, el sol que se comía la
tierra y la hierba fresca que le acariciaba las medias. El otro lado era noche
de bruma y silencio.
Y en medio la línea. Un paso más y la devoraría la niebla
Agachada, acariciaba con sus dedos el suelo yermo y reseco.
Extendía la mano y curiosa observaba como su mano se perdía en la oscuridad.
Era un juego peligroso, porque si tropezaba y caía en el otro lado, ni siquiera
podría volver la cabeza.
Las nubes ennegrecieron su azul. Lloraron lluvia de sal. Se
mojó. Sintió frío en aquel que había sido un mundo de luz. Estaba sola, y al
fondo seguía la línea, tan imperturbable, tan sosegada, esperándola.
Arrancó el verde, quemó el rosal y ardió su cielo. Tomó
carrerilla. Pasó la primera raya, luego la segunda, y cuando llegó al final,
miró los despojos de su hogar y escupió.
La línea seguía allí. No esperó a que las nubes se fueran. No
dejó que una rosa más floreciera. Ni perdonó al sol que se marchara. No hubo
segunda oportunidad. Cruzó la última aduana.
Tal vez se arrepintió. Tal vez la noche que la esperaba
fuera una noche sin luna. Tal vez se equivocara.
Porque cuando quiso volver a asomarse a la línea, habían
alzado una muralla y una mirada de piedra dura la amenazaba desde allí.