Ya no recuerdo cuando fue la última vez que me manchaste con
el rímel de tus pestañas. Tú tampoco. Ha subido la marea en ese hueco profundo
que sostienen tus ojeras ¿Qué tienes entre esos dedos? ¿Por qué vibras de esta
manera? No me mires así, niña. Yo no tengo la culpa de que tus párpados estén
yermos ni de que la última hebra que te quedaba, rinda hoy su último aliento.
Eras la reina de los bosques y te coronaba una selva. Yo no puedo mentirte, talaron los árboles, contaminaron las fuentes, ahorcaron tu luz. Ahora eres luna en un desierto de estrellas. Fuiste hermosa y aceptaste mi cumplido. Y aun sin la mata de pelo y con la piel amarilla pegada al hueso, lo sigues siendo. Has dejado de sonreír. Hay una muñeca marchita que te devuelve la mirada. Es el retrato de una mujer que se está muriendo.
Nadie ha querido admitirlo. Ni los médicos, ni tu familia, ni tu marido… No aceptarán la verdad. No, hasta que tu cuerpo se confunda con el de una máquina y te entuben de forma que ya no seas dueña ni de tus propios latidos. Por eso has tenido que preguntar al espejo, antes de que mañana te veas atada a una cama.
Pones una mano sobre mí y te encojes despacio hasta tocar el suelo. No te atreves a levantar la vista, y con los ojos cerrados, golpeas la cabeza contra el cristal. Soy un espejo y no tengo orejas, pero puedo leer en tus labios que quieres vivir y que aquella masa amorfa que crece dentro de ti no te deja.
Estás asustada y sola en esta habitación y yo, aunque quiera, no soy un consuelo. Querría tener brazos con los que estrecharte y besarte esa piel de nieve que se deshace por los suelos. Quisiera haberte vuelto leona, y el lugar de eso, te he quitado toda esperanza.
He atrapado tu aliento. El vaho es una nube blanca sobre la que suavemente deslizas los dedos. Escribes un “te quiero” y un “lo siento” y un “aún me queda tiempo de ser libre”. Has visto a la sombra de la muerte agazapada bajo tu cama. Ella va a ganar la partida, pero hoy tú decides como termina. Coges un rotulador permanente y repasas las letras para que minutos después, tu marido sea capaz de leerlas.
Te apartas de mí, y caminas hacia la ventana. Separas las cortinas. El sol que inunda el cuarto te ha convertido en una silueta oscura envuelta en llamas. Estiras los brazos, dejas que el astro rey te acaricie una vez más. Pones un pie sobre el alfeizar, luego sube el otro.
Te giras y por última vez me miras. Sonríes al espejo. No te estás despidiendo de mí sino de ti misma. Das un paso hacia el vacío.
Y mientras tu cuerpo cae, tu alma de pájaro escapa y se aleja volando.