Tal vez debería haber
escondido mejor mi sonrisa la primera vez que entré en una sala de esgrima. Supongo
que siempre quise convertirme en mosquetero. No se descubre todos los días que
eso de empuñar una espada y blandirla en el aire es algo que no solo puede
hacer un personaje de novela. De modo que allí estaba yo dispuesta a empezar mi
propia historia de caballerías, sin ninguna experiencia y con muchas ganas de
empezar a matar dragones.
En el fondo, en espada, por
mucho que se oiga tañer las hojas, todo consiste en pulsar un pequeño botón que
hay en la punta contra el cuerpo del contrincante. Si como a mi os apetece
volver al romanticismo podemos hablar de ensartar al adversario, o si el golpe
ha sido lo suficientemente fuerte como para dejar cardenal, sin lugar a dudas
lo exageraremos hasta decir que lo hemos atravesado.
Imagen prototipo del texto, a la espera de que me envíen la buena. |
He tachado el verbo rendirse
de mi diccionario, porque eso de dar la espalda y no terminar el asalto es cosa
de cobardes. Y si el mejor esgrimista de la sala te pide tirar (palabra técnica
para describir el acto de pegarse con un palito de metal, otros quizás le encuentran
más acepciones al verbo, pero aquí no significa lanzar una pelota, sino tratar
se pinchar al oponente) tú no te amilanas y te pones en guardia sobre la pista.
Porque aunque él cuente el
tiempo que lleva practicando el deporte en años y tú hasta hace poco en
semanas, aunque ya sientas el sabor de la tierra que tendrás en la boca cuando
te haga morder el polvo, aunque nadie en su sano juicio apostaría a tu favor, cada
tocado conseguido será una pequeña victoria. Y si no consigues ninguno, siempre
nos quedará el premio al valor y el encanto de haberse enfrentado a un
imposible. No existe derrota sin la promesa de una revancha. No se pierden
guerras, sino sólo batallas.