La madera gemía mientras la hamaca se balanceaba. No lo
escuchó llegar. No lo sintió encaramarse a sus pies, ni enredarse en sus
talones. Trepaba por sus piernas como una lagartija, como una cucaracha. Para
cuando el silencio alcanzó su cuello, ya era demasiado tarde. Solo le dio
tiempo a abrir los ojos mientras unas manos metálicas se cerraban sobre su
garganta.
El silencio es una bestia de hierro, fría como una traición.
El silencio es un jarro de agua helada en una noche de invierno. Es un cuarto
cerrado, oscuro, pequeño, donde el aire se carga, espesa y ahoga. Son dos
labios sinceros que no desharán una mentira.
Son tres gotas de sangre atravesando la niebla.
Aterrado, el hombre se acercó al escritorio y tomó papel y
tinta. El silencio se escurrió sobre sus manos y se deshizo entre sus dedos.
Cuando terminó el silencio ya se había ido, pero quedaba aquella maldita carta
sobre la mesa.